Siendo muy niña tuve un sueño vívido de tal intensidad que las imágenes que emergieron de él se grabaron para siempre en mi memoria. Unas mujeres chinas bailaban sobre sus diminutos pies vendados en forma de flor de loto. Bailaban melodías de oriente dibujando delicadas formas. Con cada paso sus corazones parecían llenarse de esperanza, a pesar de su contradictoria situación. Sus pies eran su salvación, su sustento y su identidad pero también su prisión.
Esa imagen cargada de simbolismo la he revisado y analizado muchas veces a lo largo de mi vida. Despertó preguntas, en ocasiones incertidumbre, y definitivamente marcó el inicio de un largo camino en el que aún me encuentro inmersa: la búsqueda de la expresión simbólica de la libertad a través del calzado. Los zapatos son nuestra línea de contacto con la tierra, con el mundo. Nos proporcionan posturas y movimientos, celeridad o mesura y con ello todo un lenguaje corporal y metafórico, conforman nuestra identidad.
Mi madre nos obligaba a caminar descalzos, era casi un ritual diario en la familia. “Caminad unos minutos, caminad sintiendo el contacto con el suelo”, nos decía. Y así fue cómo los cuatro hermanos comenzamos a experimentar sensaciones a través de nuestros pies: sobre el suelo de madera de casa, sobre las rocas en el campo, por la arena de la playa o en un camino de tierra… No siempre era agradable, pero recuerdo la intensidad del momento. A mi me encantaba. Me concentraba en esos pasos, cada uno de ellos suponía un logro, un avance hacia algo casi misterioso. Mis ojos infantiles veían magia en aquel ejercicio que tenía la capacidad de transformar mi manera de andar y de sentir y a la vez me permitía moverme con total libertad. Creo que fue entonces cuando nació mi pasión por el baile, me encanta bailar.
De aquellos primeros años de vida recuerdo también las tardes melancólicas de domingo en las que el fútbol lo llenaba todo y era mejor no hablar de otra cosa. Como en muchas otras familias numerosas, los hermanos heredábamos unos de otros prendas y calzado. Yo era afortunada, al ser la mayor siempre me tocaba estrenar zapatos. Unos zapatos recios capaces de soportar un curso escolar tras otro. Los recuerdo muy bien: marrones, masculinos y sobre todo de piel resistente. En la caja el fabricante siempre incluía una pelota verde de regalo, pero a pesar de eso yo seguía detestándolos. Deseaba con todas mis fuerzas unos zapatos de charol que siempre imaginaba con hebillas plateadas y un pequeño tacón de madera. Por eso los escaparates de Woolworth se convirtieron en mi paraíso del calzado. Sus zapatos de tacón rebosantes de feminidad con su seductora aura envolvente lo eran todo para mi. Siempre intuí que subida en ellos mi perspectiva del mundo cambiaría, como si esa pequeña elevación física se multiplicara mentalmente proporcionándome una visión más amplia, casi aérea.
Así que rondando la mayoría de edad, ya llevaba siempre varios pares de zapatos conmigo. Este hábito pronto se convirtió en algo normal. Con la mayor naturalidad del mundo, me los cambiaba según mi estado de ánimo. Los tacones cuando me sentía poderosa; con los planos me conectaba a la tierra, me transmitían solidez; las botas me proporcionaban alegría y soltura… Esta agradable obsesión llamó la atención de la diseñadora Sybilla, quien poco después me ofrecería trabajar en sus colecciones de zapatos. Entré en contacto directo con el diseño, con la elaboración y producción de calzado y entendí que éste era mucho más complejo de lo que parecía.
Leonardo da Vinci hablaba de los pies como una “obra maestra de la ingeniería y obra de arte”. 26 huesos articulados que contienen en su conjunto una cuarta parte de los huesos del cuerpo, un entramado al que se unen en un espacio reducido músculos, nervios y tendones. No era posible obviar su importancia anatómica y estructural. Así que comencé a estudiar para convertirme en técnico en calzado, había mucho que aprender. Aún hoy, y a pesar de toda mi experiencia, tengo la certeza de que puedo seguir aprendiendo hasta el final de mis días.
Después de varios años trabajando con Sybilla, mi amor por el calzado no tenía límite. Decidí ir a Londres a estudiar y profundizar en lo que de verdad me interesaba. Para desarrollar mi tesis indagué en las necesidades y hábitos de la gente y su percepción a la hora de escoger un zapato. De las muchas entrevistas que hice emergieron algunas “confesiones”. A un gran número de hombres le enamoran los tacones por muchas razones que todos conocemos, pero entre ellas hubo una que ignoraba y que llamó mi atención: “con los tacones las mujeres no pueden escapar”. Este fue un punto de inflexión, toda una revelación en torno a la cual se armaría una parte muy importante de mi trabajo en el futuro. Me propuse profundizar técnicamente en la liviandad, el confort y la belleza de la mano de la feminidad, unos zapatos con los que sentirse libre.
Hubo un tiempo en que fui estudiante de biología, se me daban bien las ciencias. Aparentemente estaba en las antípodas del diseño, sin embargo fue precisamente en la Facultad donde supe que mi mente era científica y disciplinada, pero que mi alma se inclinaba por el mundo de la creación. En su día me pareció un terrible desencuentro interior, pero ahora tengo la certeza de que fue una gran suerte, dispuse de dos herramientas muy valiosas. Recuerdo que en una revista encontré una fotografía en la que aparecían cientos de pies de madera apilados, ordenados y etiquetados, eran hormas. Una parte de mi vio en aquella imagen una enorme biblioteca, algo atípica, pero un lugar donde se almacena conocimiento al fin y al cabo. Sentí un deseo irrefrenable de conocer aquel lugar donde las hormas parecían casi esculpidas, amasadas con tiempo y profunda dedicación.
Hasta entonces mi relación con el diseño había sido puramente estético, pero esa imagen abrió ante mi un mundo fascinante que dejaba al descubierto las entrañas del calzado, necesitaba saber más.
Algunos años después, ya estudiando en Londres, lo encontré. Era el taller y tienda del Sr. John Lobb, zapatero oficial de la reina de Inglaterra. Como si de un gabinete de curiosidades se tratara y con un más que singular orden, allí se conservan las hormas de personas célebres como Lady Di, Duke Ellington, el Sha de Persia, o Jackie Kennedy y por supuesto las de Su Majestad. Las hormas registran sus vidas, guardan silenciosamente una historia personal, todas la tienen, porque cada par de zapatos está hecho con un propósito. En el taller trabajan con las manos y el corazón al unísono, aplican todo el conocimiento que solo muchos años de experiencia proporcionan, cada par de zapatos encargado se convierte en un proyecto único.
Fue allí donde encontré lo que estaba buscando: las raíces del calzado, el trabajo hecho con las manos y una tradición centenaria rigurosamente aplicada. La única máquina que vi en los años que pasé allí fue una calculadora roñosa, todo lo demás era completamente artesanal, hacían uso de técnicas tradicionales que permiten obtener un meticuloso trabajo medido al milímetro. Empecé siendo cortadora, clicker, un trabajo que prácticamente ya no existe, ni siquiera en la seguridad social inglesa tenían constancia de la existencia de este oficio, el funcionario no supo cómo registrarme. Y en aquel lugar tan especial me convertí en zapatera.